El grupo Fujifilm se constituyó en 1934 como resultado de un plan del gobierno Japonés para establecer la industria nacional de fabricación de películas fotográficas. Desde entonces no ha parado de reinventarse para hacer frente al proceso imparable de digitalización que viene experimentando en la última década el mundo de la fotografía.
Para hacernos una idea de lo que significaba este proceso y de las consecuencias que estaba teniendo en los ingresos de la compañía, de los 22.000 millones de euros que Fujifilm factura actualmente a nivel internacional, sólo 3.200 (el 14,7%) corresponden al negocio original de películas fotográficas y cámaras digitales.
Para frenar este declive la empresa emprendió hace años una estrategia de diversificación, siendo pionera en el desarrollo de equipos de diagnóstico por imagen, sistemas de radiología digital y otro tipo de equipos médicos y para las artes gráficas que actualmente representan el 45% de la facturación global. Un proceso de diversificación con bastante lógica si se tiene en cuenta que estos equipos comparten la tecnología de captura y tratamiento de la imagen desarrollada durante años para su uso en fotografía. Desde entonces la empresa ha convertido la diversificación y la innovación en los dos pilares de su estrategia empresarial. La compañía quiere explorar nuevos productos para crecer, pero esto puede plantear algún problema a nivel de marcas.
En efecto, este tipo de productos, muy distintos a los que originalmente fabricaba Fujifilm, pero que comparten tecnología, se comercializan bajo la marca matriz, seguramente porque se ha considerado que pertenecían a un mismo “territorio” de marca. De esta forma se consigue capitalizar la notoriedad y el prestigio de que goza Fujifilm, para que, actuando como aval de los nuevos productos, facilite su introducción en el mercado.
Esta decisión tiene otras consecuencias positivas. La más importante es que los nuevos productos contribuyen a retroalimentar con nuevos significados a la marca madre, renovando el interés por ella y reforzando así el vínculo con sus clientes, que la perciben como una marca en continuo desarrollo.
Pero la decisión a nivel de marca debe ser diferente cuando la innovación nos lleve a desarrollar nuevos productos que no forman parte del territorio natural de la marca. Hacerlo significaría “estirar” la marca más de lo que el consumidor podría comprender y aceptar, y en ese caso lo conveniente será adoptar una estrategia distinta.
Cuando Fujifilm decide la incursión en el mundo de la cosmética llevaba más de 70 años utilizando el colágeno, una proteína producida por el tejido conjuntivo que aporta elasticidad a la piel, como principal componente de la película fotográfica, lo que les convertía en unos verdaderos expertos en la materia.
Naturalmente que la nueva gama de productos compuesta por cremas, geles espumas, lociones, no podía ser entendida como una extensión de su actividad original y por tanto difícilmente podía ser comercializada bajo la marca Fujifilm.
Por ello decidieron crear la marca Astalift. Podremos estar más o menos de acuerdo con el nombre elegido, pero la estrategia no podía ser seguir estirando la marca madre. Hacerlo habría supuesto generar confusión entre sus clientes y poner en riesgo la credibilidad de la marca. Y es que la necesidad de crecer e innovar en nuevos productos supone un esfuerzo adicional a la hora de definir una adecuada política de marca, que siempre debe partir de un profundo conocimiento de los límites de nuestra marca y de las expectativas de nuestros clientes.
La estrategia opuesta es la que ha llevado a cabo Yamaha Corporación desde sus orígenes en 1890, cuando comenzaron a fabricar pianos y armonios. Yamaha ha sido una empresa que ha hecho de la diversificación su estrategia empresarial, fabricando productos muy diversos, desde hélices de madera para avión durante la II guerra mundial, motocicletas, electrodomésticos, hasta mobiliario y por supuesto instrumentos musicales. Todo ello bajo la marca Yamaha.
Es un hecho que la mayoría de las empresas disponen de una cartera de productos y servicios cada vez más compleja, orientada a satisfacer las necesidades y preferencias de sus clientes, pero también necesaria para generar negocio y valor para la compañía. Resulta muy difícil imaginar hoy una empresa mono-producto que haya sido capaz de sobrevivir en esa situación durante mucho tiempo, sobre todo cuando sus competidores habrán desarrollado nuevas líneas de producto, extensiones de gama, o renovación de los productos originales con el fin de ofrecer al consumidor lo último, o de crear nuevas necesidades que aún nadie había satisfecho.
El entorno económico actual ejerce una importante presión para que las empresas desarrollen continuamente nuevos productos -y por tanto nuevas marcas- que les permitan experimentar un crecimiento continuado y sostenible en el tiempo. Las empresas no pueden parar, tienen que ir a más. Más mercados, más segmentos, más productos, más servicios, algunas veces bajo la misma marca. Ello lleva asociado un inevitable “estiramiento” de la marca original, superando en ocasiones el límite de lo que puede ser aceptable para el consumidor. La pregunta que debemos hacernos entonces es, ¿donde está la frontera? ¿cuántos productos es razonable tener bajo la misma marca?
Cada uno que saque sus propias conclusiones pero mi opinión es que las marcas deben generar vínculos emocionales con sus grupos de interés y que ello sólo es posible si han sido concebidas específicamente pensando en ellos. Y si no, hágase la siguiente pregunta ¿Qué pensarían los clientes de una crema de noche en cuyo envase aparece la marca Fujifilm?