Desde los inicios de la civilización los códigos visuales se han encargado de hacernos la vida más fácil. De tomar decisiones más rápidas y certeras. Son esos elementos, algunas veces más intangibles que tangibles, que nos permiten decodificar el mundo que tenemos alrededor, navegar por toda la información disponible.
En épocas antiguas, los códigos visuales eran lo que nos decía si quien teníamos delante era un guerrero o un monje. Si venía en paz o había que salir corriendo. Su atuendo, su actitud, sus accesorios y equipaje revelaban sus intenciones. Es por ello que podría decirse que cuando un forastero llegaba a nuevas tierras era tratado con distancia, ya que los códigos visuales podrían ser diferentes entre culturas (bendito mundo no globalizado).
Trabajan casi siempre desde el subconsciente y beben de lo que se ha construido con anterioridad en nuestra mente: ideas preconcebidas, experiencias anteriores, poso de anuncios, marketing…
Todo esto se acentúa cuando escuchamos a científicos explicar cómo el ser humano reconstruye la realidad y sólo el 10% de lo que vemos está realmente ahí. El 90 restante es una reconstrucción que hace en tiempo real nuestro cerebro basado en experiencias anteriores. Todo va a toda pastilla, así que imaginemos lo importante que es ‘pre saber’ cómo es un banco o una hamburguesería.
Gracias a los códigos ahora podemos distinguir rápidamente si lo que vemos o quién nos habla es un fast food, un banco, una empresa sostenible, si se dedica a la industria sanitaria o al de transporte de mercancías. El uso de una paleta de colores concreta, de una tipografía con serifa, de palo o de carácter tecnológico. El uso de materiales o incluso la manera que en la que se comunica una marca revelan a qué categoría pertenece. Los códigos visuales nos ayudan a categorizar instintivamente.
En branding hablamos de que el cúmulo de elementos de una marca crean su identidad visual: logo, colores, tipografías, elementos iconográficos y su sistema visual. Esto es cierto pero también lo es que la mayoría de las decisiones que tomamos cuando creamos una marca, se toman en base al código visual preestablecido para esa industria en concreto.
Esas decisiones, por decir un número, ocupan un 90% de todas las decisiones que tomamos cuando creamos una marca. El resto, el 10%, tiene que intentar marcar la diferencia con sus competidores de manera visual. Un porcentaje muy pequeño pero super importante.Es este 10% lo que hace que diferenciemos una marca de otra (estamos hablando el rasgos generales y simplificando mucho, obviamente).
El no hacerlo, el no cumplir el 90-10, hace que haya veces que cuando vemos una marca nos decimos: «vaya, no parece una aerolínea». O «eso no es una cerveza craft, se parece más a un vino». Nos perdemos. No codificamos bien la información.
Estos códigos que definen las tipologías de negocio pueden cambiar con el tiempo. Pueden evolucionar junto con los cambios de significados de ciertos conceptos a nivel social. Un buen ejemplo son los bancos.
Antiguamente los bancos eran estos sitios opacos con luces indirectas sin casi ventanas, forrados de madera de caoba y con lámparas de tulipas de vidrio verde. Tenían un código visual muy parecido al de los gentlemen ́s club ingleses. En cierto modo eran lugares para sólo unos pocos.
Con el paso del tiempo los bancos han pasado a ser percibidos como estos profesionales del sector financiero que te ayudan a sacar el máximo partido de tus ahorros, por pocos que tengas. Se convirtieron en lugares amplios, abiertos, diáfanos, con un interiorismo en el que predominan las paletas amables, madera desnuda y wifi gratis para cualquiera que se acerque al escaparate. Su forma de comportarse también cambió y se adaptó al nivel de empatía que requiere la sociedad actual.
Todo su código visual cambió junto con la sociedad.
El diseño gráfico ha ayudado desde siempre a que esta navegación sea fluida a través de la creación de iconografía reconocible de manera universal: escudos de armas, una farmacia, la cruz roja, la cornamusa de un servicio postal… El color y la iconografía nos ayudan a descodificar el significado de lo que tenemos alrededor.
Sin embargo hace un tiempo surgió un tipo de compañía o servicio que ha tambaleado la importancia de los códigos visuales en nuestra sociedad: las startups.
Por definición una startup es toda compañía que aun no tiene un modelo de negocio firme. Pero socialmente ha adquirido otro significado y hoy entendemos como startup a cualquier empresa que tenga una estructura de servicios flexible, con un alto carácter tecnológico y lo que sea que vendan es fácil de entender y consumir: fintechs, home delivery, social matching apps, VTC… Todas ellas comparten un estilo de negocio parecido e incluso un target muy similar. Se forman de manera rápida y comparten mucha de su filosofía entre ellas.
Esto ha provocado que los códigos visuales de todas ellas se junten bajo el paraguas de startup y podamos encontrarnos con bancos de nueva generación que se comportan visualmente como un restaurante de fast food. Sí, esto pasa. El resultado es lo que tenemos ahora, que forzosamente tenemos que prestarle atención al anuncio que nos salta en Spotify algo más de la cuenta.
En un mundo donde casi todas las comunicaciones están orientadas a un púbico específico, tendríamos que ver si esto permite que no existan códigos visuales tan claros para quien navegue por ellos. Hay que ver si estos códigos son tan útiles como en épocas anteriores. Casi como que ahora la descodificación y la navegación la hacen otros por nosotros.
Desde un punto de vista del branding más canónico esto no está del todo bien. Los códigos visuales nos ayudan a contar una parte de la historia que el usuario no tiene tiempo de leer. Esto es así hoy y se acentuará con el tiempo.
Pero sí es cierto que observando esta tendencia y viendo los comportamientos de la sociedad y del consumo puede ser que ahora sea momento de volver a barajar las cartas y redefinir lo que le hace falta a una marca para ser reconocible.
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