Hace años que las marcas viven sujetas a múltiples pruebas de estrés. Primero la digitalización forzó a replantear su negocio y su manera de relacionarse con su público; el COVID-19 supuso un duro golpe económico, pero también transformó el rol de muchas marcas y su encaje en la sociedad.
Ahora, la guerra en Ucrania parece ser el tercer capítulo (quien sabe si el último) de este proceso de redefinición del contrato marcas-usuarios. Lo que hubiera podido quedarse en mensajes de solidaridad, avatares en redes con la bandera ucraniana y poco más, se ha convertido en algo mucho más trascendente: una avalancha de marcas han abandonado el mercado ruso o se han negado a prestar servicio en ese país.
No es la primera vez que las marcas boicotean un mercado por motivos políticos, véase la «Guerra del Helado: Israel vs. Ben & Jerry’s«, pero quizás es la primera que alcanza tal revuelo o movilización, en un mundo hiper-conectado e hiper-globalizado. Y así la decisión de salir de Rusia no es solo moral o política, es casi cuestión de supervivencia reputacional. ¿BP sale del país? Shell y Total también. ¿Lo hace McDonald’s? Burger King también. Ser el último en salir (o peor, quedarse) es más perjudicial para la imagen de las marcas en Occidente que intentar mantener perfil bajo y ser señalada con el dedo ante la opinión pública.
De manera parecida a lo que pasó con el inicio de la pandemia, la guerra en Ucrania está evidenciando y estresando debates ya existentes en el seno de muchas marcas, acelerando la transformación de su papel en la vida de las personas.
A día de hoy, esa transformación opera a partir de dos grandes tensiones:
Pero hablando de propósito, ¿qué pasa cuando el propósito de ayudar a todo el mundo cortocircuita con derechos fundamentales? Muchas compañías farmacéuticas, por ejemplo, han anunciado que sí mantienen su presencia en Rusia, no por el volumen del mercado que representa, sino justamente para no fallar a su compromiso con la salud de las personas, vivan donde vivan.
Se habla hasta la extenuación de la importancia de tener un propósito, pero aún más importante debería ser contar con uno que actuara como verdadero filtro para la toma de decisiones. Acumular valores en documentos o en la pared del hall está más cerca del virtue signaling que de un verdadero compromiso. Es una puesta en escena pensada para momentos donde todo va bien, pero que entra en crisis cuando hay que elegir qué valores son centrales y cuáles son cosméticos.
Años de marketing con influencers han transformado nuestra relación con las marcas que consumimos; el consumo público hace que actuemos como sus embajadores no-oficiales. No somos compradores o usuarios, somos parte de su comunidad. Es una relación completamente distinta, donde nuestra compra es, de alguna manera, un contrato con la marca: “yo te doy exposición pública, tu me das estatus”.
Por lucrativo que sea el mercado ruso, mantenerse en él rompería el contracto social firmado con sus comunidades en Occidente. Vestir de Burberry en Londres ya no significaría sólo “me gusta la moda y tengo estilo”, implicaría algo parecido a “valoro el crecimiento económico por encima del sufrimiento de inocentes”. Los actos de las marcas impactan directamente en nuestra identidad.
Y así, todo lo que suene a Marca Rusia va a sufrir el peso de la cancelación. Lo están viviendo marcas abiertamente gubernamentales como Gazprom, pero también aquellas que han construido su imaginario de marca apalancándose en la mitología rusa, como por ejemplo Smirnoff.
Las marcas están viviendo más que una crisis de suministros o una crisis geopolítica, es una verdadera crisis existencial. Lo que decidan durante (y después) de la guerra va a marcar el tipo de relación que quieren vivir con las personas: basada en el consumo y el crecimiento, o basada en su propósito y la identidad de sus comunidades.
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