No es la primera tipografía diseñada a instancias de un gobierno y, probablemente, tampoco será la última. Es una de las más completas, aunque siempre tendrá tintes de subjetividad el juicio que se haga sobre su pertinencia o encaje con las personas y los valores del país al que representa.
Casi al mismo tiempo que la de Alemania, conocimos la fuente de Holanda –que también presentó familias sans y serif–, y poco después de Holanda, se mostró al mundo la de Suecia –Sweden Sans, una tipografía monoespaciada, funcional y minimalista que, inspirándose en la señalética instalada por todo su territorio a mediados del siglo pasado, debía mostrar el carácter del país al que representa de “una manera fresca y dinámica” (aquí nos limitamos a citar el brief gubernamental, no exento de clichés)–.
Como bien decía la reseña sobre la tipografía sueca de The Guardian hace unos meses: “los países tienen himno nacional, gastronomía nacional e incluso danzas nacionales. Los suecos han llevado su identidad cultural un paso más allá creando su propia tipografía”. ¿Era necesario? ¿Les ha ayudado a reforzar su ‘marca país’? ¿Por qué no hemos hecho aquí lo mismo?
La respuesta corta es que quizá el caso de un país no sea fácilmente extrapolable a otro. Suecia tenía un problema de fragmentación entre las múltiples identidades de ministerios, agencias y empresas estatales, algo que aquí probablemente sea aún más acusado. Ellos necesitaban un sistema de identidad visual que pudiese integrarlo todo bajo el mismo paraguas para representar al país dentro y fuera de sus fronteras. Suecia u Holanda son países con una identidad marcada y homogénea. Es más fácil identificar los valores de su marca país. Y, por tanto, son más fáciles de resumir en una tipografía que países más heterogéneos como Italia, Francia o España.
Y es que, aunque se haya incorporado al imaginario colectivo la coletilla –muchas veces con un fin sarcástico– no podemos hablar propiamente de una marca España. Por lo menos, no de una que nos identifique de una manera inequívoca. Vivimos en un país tremendamente plural y diverso en el que conviven pueblos con influencias históricas muy diferentes, que se han ido acentuando a lo largo de siglos.
Además, siempre hemos tenido cierto reparo a la hora de establecer cualquier rasgo ‘nacionalista’, ya sea en política, en tipografía o en cualquier otro campo. Una fuente nacional parece implicar que sólo hay una manera correcta de expresar la identidad de una nación tan plural como la nuestra. Es por eso que será difícil que veamos aquí el ejercicio de creación de una tipografía ‘española’.
Y la buena noticia es que quizá no la necesitemos para resultar relevantes en el exterior. En la última encuesta anual que la revista británica Monocle publicó sobre el poder blando (un concepto que habla de influencia internacional a través de factores culturales e ideológicos más que de poderío militar) de los países del mundo, España subía un puesto hasta el 11º, empujada por su legado cultural y la fortaleza de su turismo. Quizá no somos todavía Suecia o Alemania, pero quizá tampoco necesitemos una tipografía nacional para serlo.
NOTA: Para profundizar más en la creación de ‘marcas país’, resulta especialmente interesante el libro ‘How to Brand Nations, Cities and Destinations’, de los finlandeses Teemu Moilanen y Seppo Rainisto.
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