Ya desde sus orígenes, se plantearon el hecho de aportar alguna información sobre el vino envasado como algo necesario, o a través de grabaciones decorativas en el recipiente, o mediante simples etiquetas escritas en pergaminos. En la tumba del rey Tutankamón, que fecha del año 1345 a.C, encontraron recipientes etiquetados con información tan completa como la que podríamos encontrar actualmente. Pero la primera etiqueta registrada que aún sigue vigente fue escrita a mano sobre un pergamino por el monje francés Pierre Perignon. En esa época, alrededor del año 1700, hubo una evolución de los recipientes de cristal y de la producción de distintas variedades de vino, hecho que provocó la necesidad de etiquetarlos para la comercialización. Aunque no fue hasta el año 1798, cuando se inventó la litografía, donde se establecieron el formato cuadrado de etiqueta como estándar. Esos avances facilitaron la distribución y comercialización del vino en masa.
Las primeras etiquetas producidas contenían poca información (sólo el tipo de vino y en algunos casos el año) y se usaban tipografías Góticas o Bodoni. La necesidad de etiquetaje era más funcional.
El crecimiento del mercado vinícola causó un aumento de la popularidad y conocimiento de algunos viñedos, variedades de uva y productores de vino. Algunos ganaron reputación añadiendo más información a la etiqueta para destacar en el mercado: usando premios y escudos.
Y así, el diseño fue ganando terreno como estrategia de venta en el etiquetado del vino.
Hoy en día no es difícil entrar en una licorería o en el mismo supermercado y encontrar estantes rebosantes de distintos tipos de vino. Entonces, ¿cómo hacer que un vino destaque? Hay algunos que tienen su reputación basada en la tradición, pero hay otros no tan conocidos que necesitan ser descubiertos.
De entrada, sobretodo si no se es un experto en vinos, es inevitable no comprar por los ojos. En el mercado hay una extensa variedad de diseños impresionantes y por la mente pasa el “si el diseño es bonito, el vino debe ser bueno”.
La realidad es que en la etiqueta hay suficiente información para que alguien, con un poco de conocimiento sobre vinos sepa si el vino es bueno o no. Aun así, hay estudios que han demostrado que el atractivo de la etiqueta es un factor importante a la hora de tomar una decisión.
Hay marcas que desean dar este toque de diseño haciendo que el momento de comprar vino sea casi como adquirir una obra de arte. Así empezaron marcas como Chateau Mouton Rothschild, que en los años 60-70 usaron creaciones de artistas como Picasso o Andy Warhol para el etiquetaje de sus vinos.
Algo que también marcó la necesidad de crear etiquetas más vistosas fue captar a un público más joven. La finalidad era rejuvenecer la imagen del vino que durante muchos años se consideró una bebida clásica relacionada con un mundo más lujoso.
En los años 80, se creó la marca americana Barefoot Wines que usó el slogan “Get Barefoot and have a great time!”. Ese slogan se ajustaba más al de una cerveza que al de un vino, ya que transmitía la idea de diversión. La intención era captar al consumidor menos experto. Sorprendentemente la marca tuvo un gran éxito entre los consumidores de cerveza, ya que transmitía una imagen cercana y divertida.
Más tarde le sucedieron otras marcas las cuáles siguieron el mismo camino de apostar por una imagen del vino más desenfadada, como la marca Yellow Tail Wine, que focalizó su atención en atraer a consumidores americanos, acostumbrados más al sabor de la Coca-Cola. Crearon un diseño con colores vistosos para que destacara en el mercado.
Parecía que la estrategia funcionaba. Y así se extendió el diseño de etiquetas más transgresoras entre los productores que no tenían una historia o tradición en que basarse.
Pero crear una etiqueta transgresora, divertida, atractiva… ¿hace que un consumidor se fidelice con ese vino? Al fin y al cabo lo importante es el sabor, ¿no?
Es cierto que en un momento dado podemos sentir la necesidad de comprar esa botella que nos parece divertida, o romántica, o tiene un diseño tan bueno que nos la queremos guardar sin abrirla o regalarla. Luego, el sabor dirá si el consumidor repite. Por el contrario, si la etiqueta no destaca, por muy bueno que sea el vino puede que el consumidor tenga dificultad en recordar la marca.
No obstante, si hay algo en común en todas las marcas de vino, es que se trata de vender una bebida que tiene una historia dentro de la civilización y una cultura. Creo que es importante que en una etiqueta de vino, además de una intención de destacar, haya una historia que contar.
De eso me di cuenta hace poco, cuando tuve la oportunidad de asistir a una de las conferencias del Blanc Festival, impartida por Moruba, estudio de diseño situado en La Rioja, especializado en diseño de etiquetas de vino. De esa conferencia me fascinó el hecho de que no mostraron un simple portfolio de diseños de etiquetas sin más, si no que te hacían vivir una experiencia a través de los distintos vinos. Poniendo Logroño como escenario, en concreto la calle del Laurel, nos llevaban de bar en bar, describiendo cada una de las tapas, y a su vez recomendaban cómo emparejarlo con uno de los vinos de los que habían diseñado la etiqueta.
Detrás de cada etiqueta había una historia, un propósito, una experiencia que transmitir al consumidor. Podía ser una fábula, como es el caso del vino Rasurado, que basa su diseño en la figura de un barbero que produce vino de noche, o de algo más tradicional. El caso es que con cada explicación veía la respuesta a los porqués de las decisiones de los diseños del etiquetado. Vinos que más tarde han tenido buena respuesta en el mercado.
Y es que al final, un buen vino con un buen diseño hace historia.
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