Richard Ye, un neoyorquino de 24 años que trabaja en una consultora, empezó hace unos meses a organizar partidas de juegos de mesa en su casa. Invitaba a amigos, se jugaba, se charlaba. Hasta que un día, sin planearlo, la reunión migró a espacios públicos. El New York Times se hizo eco.
La fórmula es simple: sin pantallas, sin alcohol, sin pretensiones. Se juega a Exploding Kittens, Codenames, mahjong. Pero en realidad, lo que está en juego es algo mucho más básico y profundamente humano: minutos de interacción social libre, analógica y espontánea.
En su libro The Great Good Place, Ray Oldenburg acuñó un término del que cada vez se habla más: The Third Place. Son esos espacios que favorecen la interacción social de forma natural y sin artificios. Oldenburg los definía así:
Las marcas, como es lógico, han conectado con esta motivación y hablan cada vez más de third places. A menudo esta idea toma forma de flagship para atraer a su comunidad, buscando que la gente «venga a quedarse». Algunas lo hacen con naturalidad, como Vans con sus House of Vans: skate parks, talleres o conciertos para la comunidad skater. Otras lo hacen fatal, como muchos bancos intentando montar espacios abiertos donde la gente supuestamente debería ir a «trabajar y relacionarse», como si no fuera evidente lo incómodo que es abrir tu portátil en una sucursal y ponerte a trabajar y relacionarte sin pedir una hipoteca.
Porque paradójicamente para que un third space de una marca tenga éxito no hay que esperar nada a cambio. Un KPI en todo caso, el de la generosidad, que muchas veces suele ser de los que más retorno da: cuanto más generoso eres con tu comunidad, más generosa es ella contigo.
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